Jose Dumas Haabum despertó sobresaltado una calurosa mañana de julio; tenía 19 años y acababa de vivir su primera experiencia mística. Se encontraba tumbado en la cama, desorientado, con los ojos abiertos, con las pupilas cómo enormes perlas negras y con todos sus sentidos agudizados. Sentía algo que nunca había experimentado; un intenso placer desconocido había explosionado e inundaba cada centímetro de su piel, de su cerebro y de su alma. Estuvo unos segundos paralizado y se esforzó para intentar retener el recuerdo de aquellas sensaciones que se difuminaban lenta pero intensamente como un orgasmo.
Sabía que era importante no olvidar ningún detalle de lo que había vivido; era consciente de que aquella experiencia marcaría su vida. De forma ágil, el chico se deslizó rápidamente por el colchón hasta su mesa; miró el despertador que marcaba las 5:33am; cogió un lápiz y un par de hojas y, aunque sus ojos estaban acostumbrándose aún a la oscuridad, intentó plasmar en el papel la escena que había soñado. Cuando terminó, dejó caer con delicadeza el instrumento de dibujo, cogió las hojas; volvió a encajarse en su cama; y levantó los esbozos para observarlos detenidamente aprovechando que un poco de luz empezaba a entrar tímidamente por un agujero de la persiana.
Pocos minutos antes, Jose había tenido una experiencia mística a través de un sueño revelador. En él, percibía su cuerpo como algo ajeno; al mirarlo, veía a un animal desorientado, desconocido y salvaje y no al joven alegre que cada mañana encontraba en el espejo al levantarse. Su consciencia, sin embargo, estaba contenida en una energética esfera de un azul purpúreo vivo y de unos 30cm de diámetro que estaba conectada a aquella persona con un finísimo hilo de luz de aproximadamente un metro y medio. En ese estado energético, toda la influencia cultural, social y biológica, y todos sus recuerdos, habían desaparecido.
La luz producida por la bola iluminaba fuertemente a la criatura en un espacio físico confuso: relativamente plano, falto de iluminación y aparentemente infinito. Aún así, se dio cuenta que detrás de su figura humana, a unos 70 o 80 metros, había una multitud de personas desganadas, cabizbajas y sin luz. También se percató que, de alguna forma que no lograba entender, era capaz de dar órdenes al cuerpo; y este, como guiado por control remoto, obedecía totalmente.
Después de recibir la indicación correspondiente, el salvaje joven recorrió varios kilómetros con determinación y fuerza, sujetando el hilo luminoso y arrastrando la bola de energía mientras la muchedumbre les seguía con un andar apático. La esfera guiaba decididamente al cuerpo hacia una dirección concreta con la misma firmeza y seguridad con la que un imán besa apasionadamente al hierro. Mientras, a lo lejos, se empezaba a divisar una estructura gigantesca en medio de la nada. A cada paso que el individuo daba, la parte física de este envejecía un poco más: la piel se arrugaba; los cabellos se volvían más blancos y caían; los dientes se pudrían y saltaban; los músculos se consumían; la espalda se encorvaba; las articulaciones se desgastaban; la velocidad y la fuerza disminuían…
A pocos metros de la enorme construcción, el humano, viejo, exhausto y degradado, soltó el hilo y la bola en su último suspiro antes de caer como un árbol viejo y seco al ser cortado para no volverse a levantar y dejar de respirar. El brillante hilo se fundió en la brillante bola y entró deslizándose con gracia – como si de un patinador experto se tratase – en un circuito de raíles formado por tres planos de madera de color caoba. Al final del recorrido, cayó atraída en un gran reactor metálico de acabado gris mate; y, mientras se precipitaba en su interior y notaba que había océanos ilimitados de su misma esencia, una intensa reacción la dividió en infinitas partes que se esparcieron por todo el espacio y el tiempo produciendo un éxtasis sobrenatural que no puede definirse con palabras humanas. Una vez impregnado el Todo, y justo antes de fusionarse con él, escuchó una voz paternal, superior, positiva y reconfortante que decía: ‘Buen trabajo, Jose’.
Era una calurosa mañana de julio cuando Jose Dumas Haabum empezó a despertar gracias a una experiencia mística a través de un sueño que le permitió empezar a entender lo que más tarde iría comprendiendo poco a poco: que todos somos uno y que aquí estamos de paso para experimentar, aprender, disfrutar, ayudar, hacer el bien, contribuir en la felicidad de los demás y crecer; con la finalidad de reunirnos de forma eterna, y en el momento indicado para cada uno, con el Todo.
Artur Martí Peraire, julio’21
